lunes, 6 de mayo de 2013

Primeros párrafos de la novela

Mi padre era una persona muy inteligente. Como él quería ser padre y por diversas razones había optado por no relacionarse con ninguna mujer, decidió tenerme por sí mismo. A primera vista podría parecer una decisión muy infantil, pues que se sepa, no existe ningún caso en el que un hombre haya dado a luz a un niño, sin embargo yo puedo atestiguar que no es así; porque por increíble que parezca y a pesar de que no tenía estudios, mi padre, después de muchos años dedicado a la investigación, al final consiguió darme la vida y acabó convirtiéndose en un gran doctor. Un gran doctor anónimo al que desde muy jovencito no le quedó más remedio que ayudar a su familia en las labores del campo.

Donde él vivía había mucho campo. Y por suerte también muchas tormentas. Una vez, a la edad de once años, mi padre se encontraba junto a su ganado segando la mies de sus tierras cuando de repente se vio sumido en una gran tempestad. Las negras nubes aparecieron encima de su cabeza sin previo aviso, como cuando uno va caminando y sin darse cuenta mete el pie en una gran mierda de vaca. No es que la mierda no se encuentre ya allí desde el principio, sino que de alguna manera sólo adquiere la forma de mierda cuando ya es demasiado tarde para reaccionar. Pues lo mismo pasó con esas nubes. De pronto comenzaron a descargar agua con una furia inaudita, como si se hubieran enfadado por algo que sólo les incumbiera a ellas y que no estuvieran dispuestas a confesarle a nadie. Mi padre, lejos de dejarse arrebatar por el pánico, se acomodó en el tocón de un árbol y se dedicó a observar cómo la naturaleza de nuevo imponía su ley, contra la cual nadie podía hacer nada. Y fue entonces, al cabo de unos pocos segundos, entretanto sostenía la afilada hoz con una de sus manos y con la otra se frotaba la frente todavía sudada, cuando hicieron irrupción los relámpagos que cambiarían su vida. Él, por más que hubiera oído hablar muchas veces de casos de campesinos muertos por achicharramiento, se quedó sin moverse en su tocón, entregado a sus cavilaciones y a la plácida contemplación de la tormenta que había comenzado a desatarse. Mientras escrutaba esa ondulante danza de espigas blancas con sus pupilas negras y su mente de niño, mi padre no paraba de preguntarse por qué su familia había decidido detestarle. Aunque intuía las razones, por más vueltas que le había dado al asunto no había conseguido penetrar en su lógica. No le parecía bien que sólo por estar en posesión de un carácter a veces indomable, como por otra parte le ocurría ahora mismo a ese cielo que vomitaba furia y al que nadie juzgaba, hubiera dejado de ser merecedor del amor de los suyos, como así había ocurrido. Y era precisamente por esto que tanto le gustaba la naturaleza: se sentía reconfortado por ella, y él a cambio la aceptaba sin reservas.

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